el mendigo
Los tiros al aire asustaron al mendigo, que de puro miedo dijo al vacío ‘me cagüen la puta, creo que me cagué encima’. Y así, desde un callejón sin salida y una cama de cartones construida entre basuras, comienza el camino de un hombre que, lejos de saber que su destino estaba a punto de cambiar, no pudo escapar al olor a mierda de sus pantalones.
Tras semanas sin ducharse y meses sin lavar su ropa, pensó que quizás un poco de olor a mierda no afectaría a su bienestar mendigante y callejero. Para bien o para mal, no fue así, y la mierda olía mucho, dominando el resto de olores e imponiéndose como una especie de tufo endemoniado. Un aura espesa, casi visible, que como una neblina de mierda le empezó a cubrir entero embotando su cerebro y dejándolo prácticamente inconsciente. Miserable como nunca antes, su cerebro empieza a desistir, la vida se ha convertido ya en una forma de estar en el mundo casi irresponsable. Ninguna persona en su sano juicio seguiría perteneciendo con dignidad al género humano, arrastrando sus pies por calles de la ciudad por las que pasan verdaderas personas. Gente que trabaja, niños que juegan, jóvenes que estudian y pájaros que vuelan. No hay sitio para él entre todas estas categorías, su ser no tiene categoría. No tiene porqué seguir siendo un ser que vive así de mal, así de pobre, así de oloroso. Nunca ha habido forma de salir de ese agujero, de ese callejón donde su vida toca fondo para no volver a mejorar. Ese callejón en el que el mendigo se encuentra allí tirado, famélico, sediento, esperando que quizás esa noche, sin darse cuenta, heche ya por fin su último aliento. Nadie nunca lo notaría. Su cuerpo es prácticamente un deshecho, se convertiría rápido en basura. Su cuerpo, comido por las ratas y los bichos, desaparecería y nadie se acordaría de ese pobre hombre con mala suerte que se cago encima por culpa de unos cuantos tiros pegados por la policía en los alrededores de su callejón. El mundo podría seguir sin él. El mundo seguramente estaría mejor sin él. ‘Mejor sería que acabara yo mismo con esto. Un último acto de responsabilidad con la sociedad a la que tanto mal he causado. Sería como decirles ‘lo siento, he comprendido el mal que os he hecho y esta es mi manera de pediros perdón’’.
Así pensó el mendigo aquella noche y así acabo concluyendo que la única forma de seguir viviendo era acabando con su vida. Su mente sigue el curso de sus pensamientos y se rinde, cede impotente ante tan brutal conclusión. Entonces él, su cuerpo y su mente, entristecen, la muerte no se sabía tan amarga. No es depresión, no es un pensamiento desesperado y momentánea, no está deprimido. Es más bien una sutil pero imborrable tristeza que inunda su cuerpo. Como si le inyectarán un pequeño frasco de veneno en la sangre y este transportará ese veneno por todo el cuerpo, lenta pero imparablemente. Así, la tristeza recorre su cuerpo. Comienza por su mente contaminando poco a poco los brazos, el torso. Llena los pulmones, el estómago, las piernas hasta llegar a los dedos de lo pies. Envuelve así su frágil cuerpo. Ahora el mendigo se convierte en uno con su tristeza, forman parte del mismo todo, del mismo ente físico. En su interior se produce una transformación. Igual que la que le sucede a un loco cuando, sin previo aviso, se da cuenta de su propia locura y queda vacío, de vida y sentido, cuando comienza a echar de menos su anterior vida de loco perdido. Con la poca fuerza que le ha dado la tristeza, se levanta y comienza a caminar por las calles de aquella decadente ciudad. Es de noche y las farolas no iluminaban la plenitud de su debacle, mientras esta se acerca a su destino final, a paso lento y sosegado, con una calma simple y monstruosa.
Sale del callejón y ahí fuera todo está tranquilo, la policía se ha retirado y los delincuentes que quedan son los drogados inofensivos de siempre. Gira a la derecha, luego continúa un par de calles más y gira a la izquierda. Entonces camina recto hasta que da de frente con el río. El viento ahora corre rápido y frío, haciendo recogerse aún más a nuestro mendigo, que nada más va vestido con una camisa y una chaqueta en pleno octubre en una ciudad al norte del ecuador.
Se acerca hasta la barandilla que separa el camino del río, y con ambas manos se agarra a ella. Pega la cintura a la parte alta de la barandilla y empuja su cabeza y tronco hacia delante. Con los pies todavía en el suelo y sostenido por la fuerza triste de sus manos, su cabeza observa con tensión y gravedad el discurrir del río. El agua corre veloz por el cauce que desemboca en el mar o en algún otro río. En la orilla, algunas rocas quedan sumergidas y otras afloran a la superficie. Las rocas pequeñas quedan sumergidas por una capa constante de agua que pasa por encima de ellas. Una lámina casi viscosa que cubre su fina existencia y las mantienen sumergidas y mojadas en todo momento.
Hay otras, sin embargo, que son más grandes y causan tremendas perturbaciones en el fluir del agua. Cuando la roca sobresale por encima del nivel de agua, las motas de ese agua tienen que decidir si pasar por la derecha o la izquierda de la roca. En este momento crítico, cuando tienen que tomar la decisión, siempre hay algunas indecisas, que se acumulan en el punto medio entre ambos laterales, formando una congregación, una especie de resistencia. Se niegan a decidir, y de tanto negarse han decidido, parecen querer destruir la roca y pasar por el medio. Han decidido seguir recto, no están dispuestas a cambiar su rumbo. Asique ahí están, impasibles, imparables, algunas se cansan y se dejan llevar por un lado o el otro, cansadas de luchar contra fuerzas superiores a ellas. Cuando esto sucede otras vienen y las reemplazan, y la congregación sigue, fuerte, paciente, hasta que quizás un día consigan finalmente destruir la roca, recorriendo por fin el camino que tantas otras han luchado por liberar.
Todo esto lo pensó el mendigo en sus cavilaciones sobre los mecanismos del agua. De tanto pensar, le surgió la necesidad de hacer algo, de ayudar a esas pobres y trabajadoras motas de agua a salir de su espantoso sufrimiento. Debía retirar esa piedra del camino de todas esas atrapadas motas de agua. Se incorpora entonces el mendigo, recupera el equilibrio y sus piernas vuelven a sostener su cabeza. Seguidamente salta la verja, apoyando las manos y lanzando sus piernas por un lateral. Baja la pequeña pendiente a trompicones y de repente se encuentra ya a centímetros de la orilla del río. Vuelve a mirar la piedra, que está a unos dos metros de donde él se encuentra. Así, con las zapatillas puestas y los pantalones largos y rasgados, se introduce en el río. Durante un segundo se alarma al darse cuenta de que sus pies, al entrar en el agua, causan el mismo efecto que la roca, haciendo a las motas tener que pararse y decidir, y a algunas de estas arremolinarse en el frente de su tobillo. ‘Lo que estoy haciendo merece un pequeño sacrificio’, piensa el mendigo, y sigue avanzando hacía la roca. Mete las manos en el agua, la agarra por debajo y en las últimas fuerzas de esa tristeza enfermiza, levanta la piedra y la devuelve a la orilla, donde ya nunca más molestó a ninguna mota de agua. Ahora ellas corren libres, como si se liberará a un hombre de un gran peso y de repente se siente capaz de volar. La piedra está en el suelo y el mendigo mira atentamente el fluir libre del río, que sin ataduras puede ahora seguir su camino.
De improviso, la tristeza vuelve ahora a imponerse por encima del resto de sensaciones, y como si un pájaro se posara sobre su hombro y se hiciera su amigo, él hace las paces con la tristeza. Vuelve al paseo y sigue caminando por el asfalto . Camina con la cabeza agachada, los pies mojados y las piernas empapadas hasta las rodillas, dejando el rastro de su caminar tras de sí. Un reguero de agua remarca su camino, uno que desaparece como él al cabo de unos minutos. Observa las colillas, las botellas rotas, los regueros de alcohol que acaban en el río.
Una farola inclinada ilumina súbitamente el demacrado rostro de nuestro mendigo. Caminante zombie de nariz achatada, mirada vacía, arrugas marcadas alrededor de los ojos. Barba profusa rebajada con unas tijeras hace unos tres días en la tienda de campaña donde vive un amigo. Pelo largo, no melenudo pero desbaratado, cortado por sí mismo en frente de un espejo en la tienda de campaña de aquel amigo. El cabello es de un color negro que poco a poco se vuelve gris, fruto del paso del tiempo y la vida insana que trae la vejez sin remedio. Ojos azules, que están ahí sin que nadie sepa porqué. La gente a veces se pregunta al verle pasar ‘¿Por qué tiene el mendigo ese unos tan azules, absorbentes, atrayentes e injustamente incrustados en sus cavidades oculares?’. Sus ojos son un intento de rebelión contra la miseria, de forma heroica se mantienen a ellos mismos y se rinden a escapar de aquel cuerpo sucio e indigno al que acecha la muerte desde hace ya mucho tiempo.
La oscuridad, la niebla, el frío, la farola tumbada enviando una luz confusa y enrareciendo todavía más la atmósfera, el ambiente ha adquirido un cariz ético y desgarrador, que envuelve y persigue a nuestro mendigo. Sólo faltaba la muerte en esta ecuación. Esta muerte no lleva guadaña, sino un violín pegado al cuello con el que toca mientras sigue los pasos de nuestro caminante. Sigue sus pasos como su sombra, observando sus movimientos, sus pensamientos y la mirada de esos ojos tan increíbles. La muerte flota contenta, sigue al mendigo pacientemente a su destino final, tranquila, sosegada, viendo cómo su trabajo se hace sólo y sin esfuerzo.
Los puentes son una extraña obra de ingeniería. Lo digo por su evidencia, por la evidente generosidad de sus líneas, la amable humildad de su tamaño. Vigas enormes e imposibles se entrelazan para sostener una plataforma elevada a cientos de metros sobre el agua. Es la victoria del ser humano sobre la naturaleza, el ingenio humano y la capacidad de colaboración se perciben en su máximo apogeo a través de los puentes. Nacidas para unir diferentes tierras, para abastecer la necesidad interminable de exploración del ser humano, unidos ahora para poder comerciar y compartir conocimientos diferentes, culturas y costumbres dispares. Infinitos posibilidades de desarrollo son posibles gracias a los puentes, que majestuosos se enfrentan a las leyes de la física para promover la grandeza del ser humano.
Por otro lado tenemos al mendigo que ahora lo camina. Ser humano indecente, fracaso de una sociedad que no puede ocuparse de la buenaventura de todos su integrantes. Buscador de su propia ruina, el mendigo va siempre en la misión de empeorar su estado sin que nadie lo note. Así, se hace ducho en la búsqueda de excusas, y crea alrededor de su situación un complejo mapa que le permite analizar su pasado sin encontrar en este nada que haya podido ser culpa suya. Todo lo sucedido hasta el punto presente es capaz el mendigo de explicarlo mediante acontecimientos sobre los que el no tenía ningún control, traiciones de una vida que le ha empujado a esa situación sin que el pudiera impedirlo. El mendigo desconfía de todos porque cree que nadie entiende sus agitación y su impotencia, y teme que alguien le descubra y le eche la culpa de todos los errores cometidos en su vida de miseria. Se vuelve invisible a los ojos de una sociedad que no puede tolerar la propagación de esos comportamientos de rapiña. Como resultado, el mendigo no encuentra salida a su situación y tampoco la busca por creer que no la va a encontrar. Desolado y solitario, vaga por las calles perfeccionando su historia y odiando cada vez más a la gente que le rodea y que tiene una vida normal, un trabajo normal, una familia normal. Nuestro mendigo ha dejado de ser así, ya que aquella bala que se disparó al aire podría bien decirse que fue directa a su burbuja, y todas las historias y excusas estallaron, escapándose de él y escurriéndose por entre las alcantarillas. Ahora a tomado una decisión, simple para la mente pero no tanto para el cuerpo, que se niega, por instinto animal, ha seguir órdenes contrarias a la vida y a la propagación de sus genes.
Así camina nuestro mendigo hasta el punto medio del puente, donde el agua abajo queda a mayor altura. Gira su cuerpo y se acerca a la barandilla. La muerte, si existiera como cuerpo o fantasma en la realidad, estaría ahora sobre el agua, a la altura del puente, enfrente del mendigo, tocando el final de alguna canción con su violín. Coloca la cintura en la barandilla, agarra esta con las manos e inclinando su cuerpo hacia delante levanta los pies del suelo y queda así, balanceándose. Su cuerpo se balancea entre la vida y la muerte, entre el asfalto y el vacío.
No piensa en nada en concreto y a la vez parece pensar en todo a la vez. Su mente da vueltas, recorre el espacio de sus ideas y él la deja hacer, observando sus pensamientos como si no fueran suyos, como si no tuviera ningún control sobre ellos. Mira el agua con cierta indiferencia, sus cavilaciones no tienen importancia, tampoco sus deseos, sus excusas, sus frustraciones. Su cuerpo no tiene importancia, no es más que el acero del puente o la caliza de las rocas en el fondo. Es él, que testarudo como todo ser humano, se empeña en darle importancia a su persona. Pero ya ha comprendido, se ha quedado sin razón y sin misión que le permitan darse el reconocimiento de que existe por sí mismo y separado de todo eso que le rodea. En la tristeza parece haber encontrado la paz, y después dentro de esta tristeza ha crecido una flor parecida a la de la felicidad. Ahora ya no es nadie, sólo es parte ínfima de un universo de cosas, objetos y materiales dispares y caóticos. Ya no tiene que pretender, no tiene que aportar nada a ese algo que era antes. Su cuerpo ha vuelto a la naturaleza y su mente ha tenido que aceptar este hecho y perder esa lucha por separarlo del mundo. Sus manos son iguales que el hierro, su cabello es como las ramas finas de un árbol, sus ojos son como el reflejo del cielo en el mar, su piel es como la de los demás animales, su mente son simples conexiones como las raíces de una árbol que busca el alimento en la tierra. Sus neuronas le guían hacia la supervivencia del ser igual que las raíces buscan nutrientes para sobrevivir. La separación entre su cuerpo y lo que le rodea ha desaparecido, ha llegado la hora. Despega sus manos de la barandilla y deja que la balanza en la que se encuentra su cuerpo decida, indique el camino que su cuerpo ha de seguir. El cuerpo, aunque no muerto, sin vida ya antes de caer, se precipita hacia el río y la muerte deja de tocar aquel dichoso violín.